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UN CUENTO DE ANA CASAS



BALZAC Y LA JOVEN COSTURERA CHINA
HABLA LA SASTRECILLA. (pg 150-151).

                “Queríamos echar una siestecita, pero yo no conseguía cerrar los ojos, seguía pensando en esa escena. ¿Sabes lo que hicimos? La representamos: Luo era Montecristo y yo su antigua prometida, y nos encontrábamos en alguna parte, veinte años después. Fue extraordinario, incluso improvisé un montón de cosas que salían solas, como si nada, de mi boca. También Luo se había metido por completo en la piel de antiguo marinero. Seguía amándome. Lo que yo decía le destrozaba el corazón, pobre, se veía en su rostro. Me lanzó una mirada de odio, dura, furiosa, como si realmente me hubiera casado con el amigo que le había tendido la trampa.
                Para mí era una experiencia nueva. Antes, no imaginaba que fuera posible representar a alguien que no se es sin dejar de ser uno mismo; por ejemplo, representar a una mujer rica y “contenta” cuando no lo soy en absoluto. Luo me dijo que podía ser una buena actriz (…)”


                Ella comenzó a frotar suavemente sus ojos con un algodón empapado en líquido azul, muy denso. El contorno de su mirada se fue oscureciendo. El brillo de hace sólo unos minutos se había emborronado por la acción del desmaquillante y toda la expresión aparecía deformada ante un espejo que, instantes atrás, devolvía la belleza del personaje soñado. Todavía lucía el vestido de terciopelo rojo, de talle ajustado y amplio vuelo que le habían cortado a medida. Había dejado de ser Max, de “Anatol”, creada por Schnitzler, aquella escritora que contaba la historia de su amigo seductor y que surgió en un ensayo a punto del estreno, con su paso de tango y su elegancia andrógina. Y sabía con seguridad que nunca más sería abducida por la poderosa voz de Max y sus lentes azules, por esa seducción de la intelectual que caminaba sobre diez centímetros de tacón y fumaba en boquilla. Ella, que jamás en su vida sucumbió a la tentación del roce del cigarro, había aprendido a tragarse ese humo envolvente y glamuroso, sólo para dar vida a Max. El autor austríaco de principios del  XX, inventó un personaje varón pero la mirada del 2000 de un joven director, convirtió a Max en una ambigua escritora que narraba la historia de Anatol. Así nació Max, después de un larguísimo proceso de ensayos y esa noche, frente a ese espejo, se hizo puro esperpento poco antes de desaparecer para siempre. El maquillaje corrido, el pelo revuelto, las líneas de las lágrimas de la última representación, esa mezcla de sabor a sal y a rosa mosqueta… Max no volvería a alojarse en su cuerpo y de pronto, experimentó un insoportable vacío que la acompañaría durante años. Entonces no sabía lo que era traer una criatura al mundo. Pero, imaginaba que dejar atrás ese personaje tan  elaborado y amado, debía de parecerse al desgarro de la pérdida de un hijo. No sabía por qué equiparaba el proceso creador de su Max con el lento crecimiento de un embrión en su vientre y sentía que, cuando al fin su bebé empezaba a dar los primeros pasos y a moverse con soltura, tenía que apagarse bruscamente y dejar de existir. Luego, cuando al fin fue madre, descubrió que había exagerado bastante al vivir aquella pérdida pero el sentimiento de vacío por no transitar nunca más unas palabras, unas emociones, una presencia que ella había creado y que nada tenía que ver con ella, permanecía instalado en la piel de su memoria. Como dice la joven costurera china de Dai Sijie, “no imaginaba que fuera posible representar a alguien que no se es sin dejar de ser uno mismo”. Sí, claro que había interpretado otros personajes, quizá más notables y en compañías de más renombre, sin embargo, era la primera vez que sentía el poder de la creación, el ser otra sin dejar de ser una misma. Y vendrían más creaciones y más vacíos inexplicables.
                Y ahora, de pronto, esa novela, “Balzac y la joven costurera china”. ¿Por qué el acercarse al desenlace le llevaba a ese lejano sentimiento de vacío? Aún quedaban varios capítulos y apareció una tristeza repentina al aproximarse al final, por alejarse para siempre de esa costurera y de esos dos muchachos salvados gracias a su talento de narradores. Podría volver a sus páginas pero… El primer encuentro con esos entrañables personajes había sido tan placentero por momentos, que quería que la novela se dilatara y continuara narrando las peripecias de unos seres tan indefensos como cercanos. Ella temía la llegada del adiós, como aquella noche que Max se evaporó entre el denso líquido azul del desmaquillante y el olor a rosa mosqueta de su piel.
                                                                                                                                             Ana Casas


Este cuento nos lo ha dejado nuestra compañera Ana Casas, espero que os guste. ¡A mí me ha encantado! Espero vuestros comentarios (aunque parece que estáis teniendo problemas para dejarlos en el blog), y espero que mucha más gente se anime a dejar sus relatos o sus impresiones de los libros que vayamos leyendo. Yo, cuando me centre, intentaré crear algo. Un fuerte abrazo a todo el club y felices lecturas.

Comentarios

Paz ha dicho que…
¡genial Ana!

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